La centenaria catedral de la ciudad de Durango con mas de cuatro siglos de existencia, ha contemplado imperturbable el paso de muchas generaciones que han dejado en sus canteras, el recuerdo de tantos y tantos aconteceres que transformados en consejas y leyendas llegan hasta nosotros con el rancio sabor de tiempos idos, para enriquecer el folklore de este Durango nuestro al que todos amamos con pasión.
Ahora nos ocupamos de unas de sus leyendas, que transmitida de generación en generación, se conserva en la memoria de los ancianos como perla escondida en relicario secreto.
Varios escritores se han ocupado de ella, como don Luciano López Negrete y el ingeniero Manuel Rangel Goverts que con pequeñas variantes la narran magistralmente como lo hizo una noche de primavera mi abuela materna, la señora doña Santos Mena Urbina, quien rodeada de nietos y amigos de la familia a la luz de los rayos de una luna abrileña en plenilunio nos contó:
Transcurría la primera mitad del siglo XVIII por los años de 1738, cuando la noble y callada ciudad colonial de Durango, capital de la provincia de nueva Vizcaya se entremetió con la noticia de que en el interior del sacro recinto de la Santa Iglesia Catedral, se había presentado un hecho insólito, terrorífico e infernal que crispo los nervios de autoridades civiles y eclesiásticas, así como de la tranquila población de la comarca, al saber que Juan Pérez de Toledo Y Mendoza y en su arrepentimiento y afán de nulificar el trato que tenia con el diablo, había quedado muerto dentro de la misma catedral. Al decir de mi abuela, el mencionado Juan Pérez de Toledo, era un hombre dominado por el vicio y la ambición, rico de nacimiento que dilapido inmensa fortuna entregado al vino, el juego y las mujeres y toda clase de vicios que puede cargar sobre si un ser humano.
Es ley natural del universo que todo tiene principio y tiene fin, circunstancias que llevo a la miseria Juan Pérez, quien al mirarse abrumado por la pobreza y el vicio, opto por recurrir al robo y el asesinato para satisfacer sus insanas necesidades y mitigar la falta de recursos que lo acosaba en todas partes.
La justicia lo perseguía, la indigencia y el vicio lo seguían dominando y en un arranque supremo de desesperación y angustia, tratando de encontrar una solución mágica a sus problemas, recurrió a pedir el auxilio y ayuda al diablo.
En un lugar distante de la ciudad, allá por el oriente, donde hacían cruz los caminos y cuando la campana mayor de la catedral sonaba las doce de la noche, aquel hombre solo y en la oscuridad llamo tres veces a Satanás, supremo señor de las tinieblas quien envuelto en un torbellino de viento y polvo, llego contraje de la época, totalmente negro, rostro cadavérico donde brillaban un par de ojos rojos que despedían fuego. Después de breve cambios de palabras Juan fue envestido de poderes sobrenaturales para obtener dinero, vino y mujeres en abundancia, con el solo hecho de pedirlos con el pensamiento. El hombre continuo con su desordenado vivir, entre tanto, el tiempo seguía su curso en sucesión inevitable de días y de noches, haciendo envejecer al personaje del relato. Hasta llevarlo a la vejez absoluta, cuando ya no podía ni con su persona, menos aun con sus vicios y vida disipada.
Cuando el tiempo madura la existencia de los seres humanos, como hace madurar los frutos en las plantas, llega la reflexión, el arrepentimiento a las acciones equivocadas y por fin el ser se encuentra consigo mismo, entiende mucho de los secretos del universo, y se comunica espiritualmente con el ser superior de la creación, tratando de entender el misterio de la muerte, como fin de la existencia y principio de la eternidad.
En ese supremo instante de arrepentimiento y vergüenza personal, el personaje de esta leyenda sintió la necesidad de romper el compromiso contraído con el diablo y pretendió burlar el pacto, penetro a la catedral, se acerco a un sacerdote pidiendo confesión y cuando todo estaba dispuesto para llevar el sacramento, arrodillado frente al confesor, repentinamente el pesado confesionario con todo y el clérigo que estaba sentado en el mueble, fue levantado bruscamente colocando la puerta al lado de la pared y dejando a quien pretendía confesarse en la parte de atrás, el cual cayo muerto de manera fulminante con el asombro de que el confesor que aprisionado dentro del confesionario empezó a gritar pidiendo a Dios perdón y misericordia. Poco tiempo después, el sacristán y demás autoridades del templo rescataron al sacerdote y levantaron al muerto, el cual daba aspecto de haber sido quemado como fulminado por un rayo y despedía desagradable olor a azufre.
La noticia se extendió en la ciudad como reguero de pólvora y el confesionario aborrecido por todos, fue sentenciado al olvido, permaneciendo por siglos en un pasillo de la sacristía de los padres. En un hermoso y pesado mueble de madera, primorosamente tallado precisamente en el siglo XVIII y, actualmente luce rehabilitado colocado en la nave derecha de la catedral cerca de la sacristía de la hermosa y majestuosa.
Leyendas de Durango.
Transcrito de los libros de Don Manuel Lozoya Cigarroa por: [templatebuilder name=”Autor: Victor Palencia”]