Elegante participaciones para el enlace matrimonial habían circulado profusamente en la alta sociedad de la ciudad de Durango.
Los familiares de los contrayentes no descuidaban detalles para que la boda fuera el máximo acontecimiento social de aquellos tiempos. Era la época de finales del siglo XIX. La paz porfiriana se había impuesto en todas partes y gobernaba el estado de Durango el señor don Juan Manuel Flores. Las calles de la capital de la entidad no estaban pavimentadas y por ella transitaban carretas tiradas por pausadas yuntas de bueyes o carros pesados arrastrados por troncos de mulas o caballos. Las carretas y coches eran vehículos de tracción animal livianas y de movimientos ágiles, dedicados al transporte humano, uso exclusivo de familias acomodadas y ricas de la época. La ciudad era pequeña, tranquila y somnolienta, vivía la modorra social y cultura que caracterizó la agonía del siglo diecinueve que llegaba a su fin.
En lo que fue la calle del Pendiente a la que también se llamó calle de la Llorona, existió la casa de Verónica Herrera muchacha que despuntaba dieciocho primaveras y lucía en su mano derecha el anillo de compromiso, preciosa sortija de brillantes que pronto la haría acercarse al altar, en donde en ceremonia inolvidable, uniría sus destinos con Ramón Leal del Campo, caballero de linajuda familia durangueña que decía estar emparentado con don José del Campo Soberón y Larrea primer Conde de Súchil.
La noticia de la boda de Verónica con don Ramón, sacudió a la sociedad durangueña y las muchachas amigas de la novia, con tiempo encargaron en los principales comercios de la sociedad, sus telas de razo, terciopelo, satín turquestán para confeccionar sus crinolinas y demás piezas de vestir que lucirían como estreno en la boda.
La madre de la novia, se quebraba la cabeza haciendo listas de platillos que satisficieran los paladares de los diferentes gustos, con el objeto de ofrecer viandas variadas en el banquete, dando muestra de refinamiento en el buen comer. Un numeroso grupo de damas voluntarias, familiares y amigas de la novia acometió en jornadas agotadoras el confeccionado de flores de papel crepé en color blanco, con las cuales se formarían grandes guirnaldas para vestir de blanco el interior de la catedral, templo donde se realizarían los esponsales. La casa de la novia era una amplia mansión con arquería en corredores, tres patios y más de veinte habitaciones, espacios que todos deberían de vestir adornos de papel con el color de la pureza y la castidad. Dar asiento a toda la concurrencia era otro problema que revestía preocupación y empleo para el sexo masculino, tarea encargada al jefe de la familia como responsable.
Verónica por su parte mandó confeccionar el traje nupcial con Belem Soto la costurera más prestigiada de la ciudad, quien además de atender lo relativo a corte y confección de la prenda ceremonial, también se encargaba de confeccionar el ramo, la corona de azahares, el ramo del novio y demás adornos y detalles de elegancia para la desposada, de tal manera de hacerla lucir como novia excepcional.
Las amas de casa madrugadoras que a tempranas horas de la mañana recurrían a las acequias y demás aguajes públicos, donde se preveían de agua suficiente para el consumo del día gran parte de su tiempo lo dedicaban a comentar las noticias del día, dando especial atención a la próxima boda de Verónica Herrera.
Don Ramón por su parte, no escatimaba dinero para satisfacer las exigencias y caprichos de su prometida, sintiéndose halagado cuando la novia le pedía algo que no estaba previsto.
Tres días antes de la boda, que se había fijado para el cinco de noviembre de aquel año, Verónica en compañía de su familia y un nutrido grupo de amigas, visitaron el Panteón de Oriente, en la tradicional romería del Día de Finados. A la muchacha no la distraían oficios religiosos, fiestas tradicionales ni pláticas con amigas o familiares. Para ella su obsesión era la boda, su próximo matrimonio, la ceremonia y los detalles de su enlace matrimonial. No pensaba en otra cosa, ni ocupaba su mente otro pensamiento que no fuera su boda y Ramón su prometido. En la visita de ese día al Cementerio, Verónica tropezó ocasionalmente con una calavera que a flor de tierra yacía en un lado del sepulcro de donde la habían sacado, tal vez cuando enterraron en ese lugar a otro difunto. La muchacha al mirarla, le pegó con la punta del pie diciéndole:
-Te invito a mi boda, no dejes de asistir.
Aquella actitud irrespetuosa de Verónica ante aquellos restos humanos, fue considerada por quienes la presenciaron como una broma y nada más. Todos se olvidaron de lo sucedido y los preparativos para la boda continuaron.
El cinco de noviembre llegó tan rápido que a todos los organizadores y participantes en la fiesta los hizo acelerar el cumplimiento de tareas y comisiones.
La novia a temprana hora se puso el atavío nupcial. Una corte de ayudantes y damas de compañía corrigieron los detalles de su presentación y lucía esplendorosa y bella, toda una reina vestida de blanco, que irradiaba felicidad y alegría. Las notas de la marcha nupcial se extendían por el recinto sagrado imponiendo solemnidad al momento. El par de enamorados se postraron frente al altar mayor del templo y el fervorín que pronunció el orador sagrado arrancó lágrimas a los presentes.
En primera fila, cerca de los novios se postró un caballero delgado y pálido, vestía traje negro y la ropa, rostro y cabello acusaba señales de abundante polvo blanco. Su presencia despertaba curiosidad, miedo y respeto al mismo tiempo. Permaneció hincado durante toda la misa y cuando la concurrencia abandonó el templo, el desconocido se incorporó a la comitiva y felicitó a los novios.
Ya en casa de la novia donde se realizaba la boda, aquel hombre raro y desconocido se apareció entre los invitados y nadie supo cómo llegó.
La música empezó a tocar el vals para los novios y el eco de las cadenciosas notas rodó por los corredores filtrándose en todo los oídos. El padre de la novia con ella y la madre del novio con él, iniciaron la danza, en tanto que continuaron los novios en el ritual acostumbrado. Posteriormente cuando los amigos y familiares de Verónica bailaban con ella, pasándosela de mano en mano, el desconocido la tomó de la mano y empezó a bailar al mismo tiempo que le preguntó:
-¿Me conoces?…
-Soy tu invitado especial.
La muchacha hacía enorme esfuerzo por recordar sus rasgos fisonómicos, su estatura y demás elementos que le permitieran la identificación de aquel desconocido. Después de vano y prolongado esfuerzo contesto:
No…no lo conozco.
Soy la persona que hace tres días invitaste a tu boda en el Panteón de Oriente y me recomendaste no faltar. Al mismo tiempo que para asombro de la concurrencia, dejaba la forma humana física y común y se transformaba en esqueleto humano descarnado y erguido.
La muchacha cayó muerta, fulminada por un paro cardiaco y el invitado de ultratumba desapareció en el acto tan misteriosamente como había llegado.
Aquello se transformó en un acto de confusión y duelo, porque la novia no despertó, pagó con su vida la osadía de hacer invitaciones a seres de ultratumba. Las consejas pueblerinas dicen que después de cien años de realizados los sucesos que se narran, todavía de cuando en cuando, en la casona que se ubica por la calle de Negrete crucero con Zarco, se mira pasear una mujer vestida de novia y es el ánima de Verónica Herrera que trata de continuar su boda interrumpida.
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